miércoles, 22 de junio de 2016

Los juguetes también son portadores de memoria



por Irene De la Jara Morales

¿Qué es la memoria? ¿En qué lugar de nuestra biología se encuentra? ¿Por qué recordamos? ¿Por qué olvidamos? Entendida como esa capacidad para almacenar y recuperar información, la memoria no es más que el producto de una imagen erosionada por el olvido (Auge, 1998). El olvido es una parte necesaria de la memoria para hacer operativa la actividad de la vida cotidiana, pues de otra forma el cerebro no podría tomar decisiones rápidas frente a situaciones habituales como escribir o comer; mucho menos podría hacerlo frente a situaciones más complejas, dado que seleccionar la acción correcta le tomaría mucho tiempo. Sin embargo, no es menos cierto que “lo que se decide recordar” en un determinado territorio y en un cierto momento, muchas veces está resuelto por grupos de poder, lo que irremediablemente determina también “lo que se debe olvidar”. Esto se observa con claridad en el curriculum escolar o en la puesta en escena que realizan los museos, mecanismos que, la mayoría de las veces, relevan la memoria oficial de un país o de una sociedad.

Si entendemos la memoria como ese vínculo necesario con nuestra propia historia, con nuestro pasado, podríamos afirmar que todas y todos tienen el derecho a inscribirse en la cadena de la memoria. Nuestros objetos y producciones se convierten en testimonio y referente de un pasado adquiriendo con el tiempo un valor simbólico; en ocasiones estos objetos son heredados y “aquel legado material recibe la denominación de patrimonio. El patrimonio es una prueba evidente de la existencia de vínculos con el pasado” (Ballart, 2007:36). Los objetos tejen y portan nuestra memoria.

Sin embargo, muchas veces, en los trabajos de rescate de la memoria, las voces de la infancia resultan ausentes y, ya sea porque son pequeñas/os o porque son subestimadas/os (que en el fondo de la discusión es lo mismo), la evocación de las huellas de la vida de niñas y niños no constituye una opción epistemológica, estableciéndose una supresión de lo que para estos grupos resulta importante recordar. En estos casos no sólo se ha definido qué olvidar o qué recordar, sino también quiénes lo hacen.

El objeto personal de niñas y niños constituye un universo que trasciende al objeto mismo. No es reemplazable. Es único. Está relacionado con un entorno social y emocional; su extravío genera sentimiento de pérdida, pues su compañía ha operado en el alma y en el cuerpo la vincularidad. Configura un lugar, un rincón, un escondite, una casa donde se edifican otros mundos; esos lugares volverán luego a la mente convertidos en ensueño, pues las moradas del pasado son en nosotros imperecederas (Bachelard (1957). No se trata sólo de una materialidad, de una cosa silenciosa, de un futuro desecho…es la dimensión externa de la vida que asegura un bienestar, pues ayuda a construir un sentido de confianza que se bosqueja en la medida que esos objetos se hacen familiares.

Juguetes, cachureos, tesoros o como queramos llamar a las cosas queridas de niñas y niños, constituyen la atmósfera desde donde están construyendo sus recuerdos y desde donde establecen las primeras relaciones con el entorno. Si pudiéramos oír la voz de la infancia: valoraciones, definiciones, formas de explicar el mundo, relatos en torno a su patrimonio íntimo, las personas adultas tendríamos la posibilidad de ver el mundo desde unas esquinas verdaderamente insospechadas, pues los juguetes, como señala Miguel Lares (2014), “son como el Caballo de Troya, una fuente perpetua de acontecimientos”.

Bibliografía
Auge, M. (1998). Las formas del olvido. Barcelona. España: Gedisa.

Bachelard, G (1957). La poética del espacio. México: Fondo de Cultura Económica.

Ballart, J. (2007). El patrimonio histórico y arqueológico: valor y uso. Barcelona: Ariel.

Lares, M. (2014). Juego e infancia. Argentina. LUMEN

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