por Irene
De la Jara Morales
¿Qué
es la memoria? ¿En qué lugar de nuestra biología se encuentra?
¿Por qué recordamos? ¿Por qué olvidamos? Entendida como esa
capacidad para almacenar y recuperar información, la memoria no es
más que el producto de una imagen erosionada por el olvido (Auge,
1998). El olvido es una parte necesaria de la memoria para hacer
operativa la actividad de la vida cotidiana, pues de otra forma el
cerebro no podría tomar decisiones rápidas frente a situaciones
habituales como escribir o comer; mucho menos podría hacerlo frente
a situaciones más complejas, dado que seleccionar la acción
correcta le tomaría mucho tiempo. Sin embargo, no es menos cierto
que “lo que se decide recordar” en un determinado territorio y en
un cierto momento, muchas veces está resuelto por grupos de poder,
lo que irremediablemente determina también “lo que se debe
olvidar”. Esto se observa con claridad en el curriculum escolar o
en la puesta en escena que realizan los museos, mecanismos que, la
mayoría de las veces, relevan la memoria oficial de un país o de
una sociedad.
Si
entendemos la memoria como ese vínculo necesario con nuestra propia
historia, con nuestro pasado, podríamos afirmar que todas y todos
tienen el derecho a inscribirse en la cadena de la memoria. Nuestros
objetos y producciones se convierten en testimonio y referente de un
pasado adquiriendo con el tiempo un valor simbólico; en ocasiones
estos objetos son heredados y “aquel legado material recibe la
denominación de patrimonio. El patrimonio es una prueba evidente de
la existencia de vínculos con el pasado” (Ballart, 2007:36). Los
objetos tejen y portan nuestra memoria.
Sin
embargo, muchas veces, en los trabajos de rescate de la memoria, las
voces de la infancia resultan ausentes y, ya sea porque son
pequeñas/os o porque
son subestimadas/os (que
en el fondo de la discusión es lo mismo), la evocación de las
huellas de la vida de niñas y niños no constituye una opción
epistemológica, estableciéndose una supresión de lo que para estos
grupos resulta importante recordar. En estos casos no sólo se ha
definido qué olvidar o qué recordar, sino también quiénes
lo hacen.
El
objeto personal de niñas y niños constituye un universo que
trasciende al objeto mismo. No es reemplazable. Es único. Está
relacionado con un entorno social y emocional; su extravío genera
sentimiento de pérdida, pues su compañía ha operado en el alma y
en el cuerpo la vincularidad. Configura un lugar, un rincón, un
escondite, una casa donde se edifican otros mundos; esos lugares
volverán luego a la mente convertidos en ensueño, pues las moradas
del pasado son en nosotros imperecederas (Bachelard (1957). No se
trata sólo de una materialidad, de una cosa silenciosa, de un futuro
desecho…es la dimensión externa de la vida que asegura un
bienestar, pues ayuda a construir un sentido de confianza que se
bosqueja en la medida que esos objetos se hacen familiares.
Juguetes,
cachureos, tesoros o como queramos llamar a las cosas queridas de
niñas y niños, constituyen la atmósfera desde donde están
construyendo sus recuerdos y desde donde establecen las primeras
relaciones con el entorno. Si pudiéramos oír la voz de la infancia:
valoraciones, definiciones, formas de explicar el mundo, relatos en
torno a su patrimonio íntimo, las personas adultas tendríamos la
posibilidad de ver el mundo desde unas esquinas verdaderamente
insospechadas, pues los juguetes, como señala Miguel Lares (2014),
“son como el Caballo de Troya, una fuente perpetua de
acontecimientos”.
Auge,
M. (1998). Las formas del olvido. Barcelona. España: Gedisa.
Bachelard,
G (1957). La poética del espacio. México: Fondo de Cultura
Económica.
Ballart,
J. (2007). El patrimonio histórico y arqueológico: valor y uso.
Barcelona: Ariel.
Lares,
M. (2014). Juego e infancia. Argentina. LUMEN
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